Once años hace que visité el infierno, me lo encontré allá donde finaliza la tierra (Finisterra), vino desde el mar, provocado por la más abyecta prepotencia y era negro, viscoso, pestilente. Si del mar vino esa ola negra de muerte y destrucción, haciendo real el nombre de aquel litoral (A Costa da Morte), de tierra adentro vino una auténtica marea de solidaridad blanca, que dejó su vida normal para ayudar, desinteresadamente, a limpiar los kilómetros de costa totalmente cubierta de chapapote, aunque para algunos, aquello no eran nada más que “hilillos de plastilina”.
Todos aquellos voluntarios, además de tener que acometer una tarea titánica cada día, que no parecía tener fin, tuvieron que sufrir en muchos casos la incomprensión y la falta de apoyo de algunos políticos, que en su empeño por negar la mayor, llegaron a cometer todo tipo de tropelías, porque no todo fue solidaridad en aquel infierno, todo hay que decirlo. Baste como muestra un par de botones: en pleno invierno, algunos alcaldes gallegos, fieles al más vil servilismo político se negaron a poner butano en las duchas de los polideportivos de los colegios donde se alojaban los voluntarios, durmiendo en el suelo, en improvisados alojamientos, con las más estúpidas razones; también llegaron a mandar a inspectores de sanidad (cruel sarcasmo) para requisar las comidas que en recíproca solidaridad habían preparado las mujeres de alguna cofradía de pescadores para que pudieran comer caliente esos ángeles blancos que llegaban extenuados de cuerpo y alma tras un día entero de esforzado e insalubre trabajo, sin haber probado bocado en todo el día. Y la disculpa legal que utilizaban para semejante atropello era que no tenían el carnet de manipulador de alimentos. Ver, y escuchar, para alucinar.
Once años después, vuelve la indignación que hizo surgir aquel Nunca Mais ciudadano, al comprobar que la justicia mira para otro lado y deja sin castigar las responsabilidades que sin duda hubo para que sucediera lo que ocurrió. No nos engañemos, era una sentencia anunciada hacía mucho tiempo. Después de una instrucción laboriosa llevada a cabo por un pequeño juzgado, solamente han sido procesados tres cabezas de turco, pequeños responsables de sus propios errores; los verdaderos responsables ni tan siquiera estaban sentados en el banquillo de los acusados. La causa legítima que se debería haber iniciado en un estado de derecho, ni tan siquiera se puso en marcha, porque más allá de las pequeñas responsabilidades personales, existen otras, que son de mayor envergadura, como las que se refieren a la obligación que tiene un gobierno de gestionar graves problemas con implicaciones internacionales, mirando por el interés general y no por mezquinos intereses de partido.
Los poderosos políticos siguen mandando en esta nave que viaja a la deriva, las poderosas navieras siguen fletando barcos ruinosos bajo banderas de conveniencia (verdadero agujero legal internacional), los beneficios económicos están muy por encima de los intereses medioambientales y los influyentes gabinetes de abogados se aprovechan de las lagunas existentes en la legislación internacional para proteger a sus millonarios clientes, en perjuicio de los humildes ciudadanos, que han sido olvidados y humillados por sus gobernantes.
Por todas estas razones, mis lágrimas, hoy, son tan negras como aquella ola de chapapote, o las togas de esa justicia, que cada vez parece más ciega.
Carlos de Paz