Por  Gerardo Zavarce
Gastón Ugalde  llega al Salar de Uyuni, la salina más grande del mundo (10.582 mts2 de extension, ubicada entre los departamentos de Potosà y Oruro, Bolivia) a través de un viaje que emprende desde la ciudad de la Paz al interior de Bolivia en 1970. No se trata de una expedición cientÃfica, como el viaje a la América equinoccial que emprendiera Alexander von Humboldt entre 1799 y 1804. Por el contrario, lo que mueve a Gastón Ugalde gira sobre el escenario de la experimentación visual, eje central de su devenir estético desde la década del setenta.
En este sentido, las imágenes realizadas por Gastón Ugalde, que incorporan la geografÃa del Salar (Bolivia) como escenario para producir una experiencia creativa del lugar, se inscriben como campo de confluencias de una diversidad de prácticas y visiones sobre la creación. Por una parte, Ugalde opera como heredero incómodo de la tradición del paisaje humboldtiano cultivado a lo largo del siglo XIX, cuya influencia ha logrado remontar los intersticios del tiempo, persistir hasta nuestros dÃas y contribuir a tejer de forma compleja nuestras estrategias para comprender y mirar los discursos sobre el paisaje.
Por tanto, a través de la series de fotografÃas del Salar encontramos inscrita una visión del territorio como contexto construido para la interpretación de una naturaleza que es imaginada, tal como lo hicieron Alexander von Humboldt y sus seguidores a través de sus vista sobre la América equinoccial, como imagen inhóspita y monumental, donde: las nieves perpetuas, las zonas temperadas y montañosas y las extensas llanuras, conforman la morfologÃa del paisaje, su abecedario discursivo. Sobre este impulso se erige una impronta profundamente romántica sobre el territorio, se trata de la mirada sensible del viajero que pretende explorar no sin tensiones, nuevos espacios y horizontes.
No obstante, Ugalde que asume la experiencia del viaje, del tránsito, como eje de sus procesos creativos, es también un disidente comprometido con la imagen. Entonces, mediante la expedición al territorio del Salar construye un tránsito ritual que tiene como propósito la experiencia del paisaje como catálisis de la creación y la activación del lugar como proposición sensible, procesos elaborados sobre una lectura animista del entorno. De esta manera, el color comienza a jugar un rol fundamental en la construcción de significativas puestas en escena que emergen como visiones alternativas para articular nuevos significados y construir un imaginario conceptual y performático del lugar desde las posibilidades experimentales y creadoras de la imagen visual.